El conocimiento más profundo surge del reconocimiento de lo que no sabemos y no de lo que creemos saber

La sabiduría, al igual que la arrogancia, tiene una forma curiosa de escurrirse entre los dedos de quien más cree sostenerla.
La relación entre el que cree saberlo todo y el que, paradójicamente, sabe que no sabe, es una de las tensiones más fascinantes que atraviesa nuestra forma de entender el conocimiento. Tomemos un momento para observar al necio y al sabio, no como figuras fijas y absolutas, sino como representaciones de dos actitudes humanas ante la vida, dos formas de interactuar con el conocimiento, y más aún, con la ignorancia.
El necio, a menudo, no es un ignorante en el sentido clásico de la palabra. No es alguien vacío, sin contenido. De hecho, está lleno. Su cabeza rebosa ideas, certezas, dogmas y conclusiones finales. El necio es la persona que, con absoluta convicción, cree haber alcanzado una comprensión completa del mundo, una certeza tan sólida que no cabe ni un átomo de duda. Este tipo de conocimiento, sin embargo, no es más que un manto de orgullo que cubre la descomposición interna de la verdadera sabiduría. Pero, ¿cómo puede ser esto? ¿Por qué es tan común que las personas caigan en la trampa de su propia certeza?
La respuesta podría ser que hay algo intrínsecamente atractivo en la certeza. Creer que uno posee la verdad es como sentir el calor de una chimenea encendida en una noche oscura. La duda es incómoda, se desliza por el cuerpo como el frío de una corriente de aire frío, mientras que la certeza da confort, ofrece descanso, promete que no hay más que hacer, que ya se ha llegado. La tentación de no cuestionar se convierte, en muchos casos, en la mayor forma de complacencia intelectual.
Pero el sabio, que no es más que un necio autoconsciente, es la antítesis de esa comodidad. El sabio no se adhiere a la certeza; por el contrario, está perfectamente cómodo en la incertidumbre. Su sabiduría no reside en poseer respuestas definitivas, sino en reconocer lo infinitamente más grande de lo que no sabe. No es que el sabio no se equivoque, sino que sabe que su error es solo un peldaño más en una escalera que nunca tiene fin. Y eso, precisamente, es lo que le permite mantenerse siempre abierto, flexible, receptivo.
De este modo, el sabio no se define por lo que sabe, sino por lo que está dispuesto a aprender, incluso si eso implica despojarse de sus propias certezas. El verdadero conocimiento, entonces, no es algo que se encuentra en un punto fijo, sino un proceso continuo de descubrimiento y cuestionamiento. Y, en cierto sentido, quien se cree sabio es ya una víctima de la ignorancia, atrapado en una versión estática y limitada de la realidad, que se resiste a actualizarse, a evolucionar.
¿Y quién, en última instancia, se acerca más a la verdad? La respuesta, si es que alguna vez puede formularse, no está en la capacidad de retener información, sino en la disposición de despojarse de la necesidad de tener siempre la última palabra. Mientras más se cree que se tiene la razón, menos se está preparado para la incertidumbre que da lugar a nuevas ideas.
Quizá la más profunda lección no es tanto conocer algo nuevo, sino reconocer la vastedad de lo que aún nos es desconocido. La arrogancia del necio no es un pecado de ignorancia, sino de ilusión: la ilusión de que el mundo tiene límites claros y definidos, cuando en realidad, está lleno de grietas por donde se cuela lo inesperado, lo imprevisible, lo desconcertante. Mientras el necio construye muros a su alrededor, el sabio abre puertas, y en esa apertura, encuentra más de lo que jamás pensó buscar.
Por tanto, el verdadero sabio nunca es dueño de la verdad, sino que es el eterno buscador de ella, un buscador que sabe que, por mucho que viaje, siempre se estará alejando de un destino final. El necio, en cambio, construye un castillo en su mente, cuyos cimientos están hechos de opiniones, prejuicios y visiones limitadas. Pero un castillo no es un hogar, es solo una fortaleza que se defiende contra lo nuevo. Y la verdad, como cualquier forma de sabiduría auténtica, no se puede defender ni poseer. Se vive en constante devenir, como un río que siempre está en movimiento, siempre avanzando, pero nunca llegando a un lugar fijo.
Entonces, mientras más firmemente sostenga alguien su certeza, más lejano está de la sabiduría genuina. La verdadera sabiduría, al final, es reconocer que el mayor conocimiento está en el vacío, en la contradicción, en la flexibilidad de la duda. Y tal vez, solo tal vez, los necios que se creen sabios son los más alejados de esa posibilidad.

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