
El juego de poder global es más parecido a un carnaval donde todos se visten con disfraces de amistad, pero al final, los espejos no mienten.
La relación entre naciones, particularmente entre los Estados Unidos, México y Taiwán, podría entenderse como una danza cuidadosamente coreografiada, llena de promesas de colaboración, protección mutua y de seguridad compartida. Sin embargo, al igual que en cualquier obra dramática bien escrita, las máscaras que se ponen los actores son más significativas que sus palabras. Si observamos con detenimiento, lo que parece ser una relación de mutuo beneficio podría ser más una fachada, una construcción narrativa que oculta las verdaderas intenciones que se esconden tras las cortinas de la diplomacia.
Estados Unidos, por ejemplo, se presenta como el guardián del orden mundial, un líder que extiende su mano amiga para proteger a sus aliados más vulnerables. Sin embargo, el trasfondo de este gesto es menos noble de lo que muchos creen. En el caso de Taiwán, el respaldo estadounidense no es, como algunos sugieren, un acto desinteresado de protección ante las amenazas de China. No. Taiwán es simplemente un peón en un juego geopolítico mucho más grande, un tablero en el que las piezas se mueven según los intereses económicos y militares. Los aranceles, como el reciente anuncio de Trump sobre los semiconductores y la industria farmacéutica, no son más que una reafirmación de esta dinámica: un intento de recuperar lo perdido, una reclamación de lo que, en términos económicos, se considera una fuente vital de poder. La eficiencia de Taiwán no es más que una amenaza disfrazada de oportunidad, y la respuesta de Estados Unidos a esta amenaza no es más que una táctica para mantenerse relevante en un mundo que rápidamente cambia de alianzas.
Lo mismo ocurre con México, aunque en una dirección algo distinta. La relación con este país ha sido, para muchos, una historia de amor no correspondido. México, como aliado, ha sido a menudo un amante temporal de un imperio cuya lealtad es tan efímera como la política interna de quien lo lidera. En el discurso de Trump, por ejemplo, México es visto como una víctima de un sistema que no busca más que exprimir hasta la última gota de su potencial, para luego desecharlo cuando no sea conveniente. México se ha convertido en un escenario donde se libran batallas que no son suyas, una tierra de tránsito para intereses ajenos. Pero lo más irónico de todo esto es que, en la misma medida en que Estados Unidos utiliza a México para sus propios fines, México ha aprendido a jugar el mismo juego: una danza de sacrificios y recompensas que mantiene la ilusión de la cooperación, cuando en realidad ambas partes actúan como actores que buscan un beneficio propio, más que el bienestar común.
Es curioso cómo la competencia en el mundo de los negocios y la política internacional a menudo se presenta como una cuestión de eficiencia y racionalidad. Sin embargo, la historia está llena de ejemplos que muestran cómo la verdadera naturaleza de estas relaciones es mucho más caótica, menos lógica y más propensa a la manipulación emocional y a la supervivencia de la imagen. En el caso de Trump y sus políticas proteccionistas, lo que se presenta como una medida de defensa económica no es más que el último refugio de un líder que se ve desbordado por las consecuencias de un sistema que ya no controla. La incompetencia no se reconoce como tal; en lugar de eso, se enmascara bajo la bandera del proteccionismo, una estrategia que tiene la misma sinceridad que una sonrisa en una entrevista de trabajo.
Pero si miramos más allá de las declaraciones grandilocuentes y las promesas vacías, nos damos cuenta de que este sistema global está lejos de ser una cuestión de defensa de los ideales democráticos o de la justicia económica. Lo que está en juego es algo mucho más elemental: la lucha por el poder, una lucha en la que los jugadores no son héroes ni villanos, sino actores que desempeñan un papel en un guión que les ha sido impuesto. Y, como en cualquier buen drama, al final, la única verdad es la que se esconde en las sombras de las intenciones no expresadas, en el silencio de las negociaciones no reveladas. La cuestión es si, alguna vez, esos actores estarán dispuestos a mostrar su rostro verdadero, o si preferirán seguir ocultándose detrás de la máscara del "interés común".

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