
En el confín del pensamiento humano, donde todo parece estar en su lugar y todo tiene un propósito, hay algo que no puede ser nombrado, algo que no se puede comprender con los sentidos ni con la mente. Es un aliento eterno que, aunque invisible, es el fundamento mismo de lo que somos. Este principio, indescifrable y abstracto, yace bajo la superficie de nuestra experiencia diaria, como una corriente subterránea que da forma a todo lo que percibimos y al mismo tiempo, se esconde detrás de ello, imposible de captar. La realidad que tocamos y que creemos conocer no es más que una manifestación efímera de algo que nunca se puede reducir a palabras ni atar a las leyes del tiempo.
Este principio que no tiene principio, este pulso lejano que da origen a todas las cosas, permanece ajeno a nuestras limitaciones. Su presencia es como el silencio antes de la tormenta, como la oscuridad que precede al amanecer; no puede ser alcanzado por el ojo ni por el oído, pero se sabe en lo más profundo, en el ser mismo. Es la esencia que fluye y se transforma, siempre incognoscible, y sin embargo, siempre allí, en la base de nuestra existencia. Cada rincón del universo parece resonar con su presencia, pero nunca le veremos, ni le tocaremos. Todo lo que existe es un reflejo de algo mucho más grande, mucho más vasto, y en su plenitud, todo se disuelve en un ciclo sin fin.
Este principio se muestra como una paradoja. Está antes del comienzo, se extiende más allá del fin, y en el juego de la existencia se revela en cada forma, en cada pensamiento que surge. La realidad que creemos ser es solo una fractura de algo más grande, algo que se despliega sin cesar en una danza eterna. Pero no se trata de capturar, poseer ni controlar este misterio. Al contrario, la verdadera sabiduría se encuentra en la rendición, en dejar que este principio se despliegue sin resistirnos, en reconocer que somos tanto parte de él como testigos de su infinita expansión.
Al intentar abarcar lo inabarcable con nuestra mente, nos perdemos en el laberinto del lenguaje, en la trampa de las palabras que pretenden explicar lo que no puede ser explicado. Cada concepto, cada definición, limita lo ilimitado, apresa lo libre. Pero en el espacio entre los pensamientos, en el vacío que sigue al último suspiro, se encuentra la clave, el eco que nos recuerda nuestra propia esencia. Solo en ese espacio profundo, en ese silencio, podemos sentir la vibración de la verdad. Y esa vibración no es algo que se pueda comprender en términos de lógica, porque está más allá de todo lo que nuestra mente pueda procesar. Se encuentra en el latido mismo del corazón, en la respiración que no necesitamos controlar.
Este misterio, que todo lo atraviesa sin ser tocado, se revela sin revelarse. Y nosotros, mientras buscamos respuestas a nuestras preguntas más profundas, descubrimos que las respuestas no son más que sombras que se desvanecen tan pronto como las alcanzamos. No hay un final definitivo, no hay un lugar al que llegar. El viaje mismo, la búsqueda incesante, es lo que da sentido a nuestra existencia. Estamos aquí no para encontrar una verdad inmutable, sino para abrirnos al misterio, para abrazar lo que no podemos comprender. Porque en la duda, en la incertidumbre, en el misterio, reside la más pura forma de conocimiento: el conocimiento de que no sabemos nada.
Y sin embargo, en este no saber, encontramos todo. En nuestra aceptación de la ignorancia, se despliega ante nosotros una comprensión que va más allá de las palabras. Cada paso que damos en el camino es una revelación. Y aunque nunca lleguemos a entender por completo la esencia que nos da vida, es precisamente en ese comprender que no comprendemos, en ese rendirse a lo desconocido, donde reside la verdadera sabiduría. La sabiduría no está en acumular, no está en retener, está en soltar, en permitir que el flujo de la vida nos transforme, sin resistencia, sin juicio.
El conocimiento que buscamos es solo un eco lejano, un reflejo de algo más grande. Cada respuesta nos abre nuevas preguntas, cada certeza nos conduce hacia un nuevo abismo. Y este abismo, lejos de ser un lugar de desesperación, es un espacio sagrado, porque es en la incertidumbre donde todo se reinventa, donde cada forma se disuelve para dar paso a algo nuevo. La verdadera transformación no ocurre cuando llegamos a una meta, sino cuando nos sumergimos en el misterio con una mente abierta y un corazón dispuesto.
Por lo tanto, no busquemos respuestas que nos anclen a una forma, no intentemos entender lo inefable con los ojos de la mente. Dejemos que el misterio se despliegue ante nosotros, con todas sus contradicciones y paradojas, porque es en la aceptación de lo desconocido donde se encuentra la esencia misma de la vida. Y así, caminamos sin rumbo fijo, con los ojos fijos en el infinito, sabiendo que el viaje en sí es la respuesta, y que el mayor misterio no es lo que encontramos, sino lo que siempre permanecerá más allá de nuestro alcance, invitándonos a seguir buscando, siempre buscando, en la danza eterna del ser.

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