La muerte como un concepto sin explicación ni consuelo

El miedo y la fascinación se entrelazan como amantes en un espacio donde los recuerdos no alcanzan y las preguntas no tienen respuesta.

La vida, ese revoltijo de absurdos entrelazados, no parece tan diferente de un lienzo que, si se observa con detenimiento, se deshace en un mar de hilos invisibles. Nos educan para ver el caos como un fenómeno incomprensible, pero, ¿qué es la incomprensión si no un reflejo de nuestra incapacidad para enfrentar lo desconocido? Nos han dicho que hay un horizonte, que todo apunta hacia algún lugar. Nos lo han prometido, con una sonrisa vacía, mientras las sombras del misterio nos acarician los hombros. Al final, el horizonte se desvanece, como siempre lo hace la promesa del mañana.

En ese teatro de luces y sombras que es la existencia, el papel que desempeñamos se reduce a una obra sin guion. No hay actores, ni público, ni aplausos. Solo un escenario vacío en el que todos interpretamos el papel de quienes pensamos ser, mientras una maquinaria invisible nos impulsa a avanzar, hacia dónde, nadie sabe. Y sin embargo, la promesa de un fin en particular –uno que, por alguna razón, define nuestra narrativa– parece ser el último refugio para la razón humana. Lo que llamamos "fin", esa palabra cargada de emociones, da una sensación de conclusión, como si todo lo que sucediera antes de él hubiera sido en vano si no alcanzaba su meta. Pero ¿y si todo fuera más que una estación de paso? ¿Y si, por alguna razón incomprensible, la culminación de la vida humana no fuera más que una idea absurda inventada por mentes ansiosas por encontrar orden donde no lo hay?

Nos dicen que la muerte es la gran desconocida. Qué ironía, la muerte, la última palabra. Ese fantasma que nos persigue desde la primera respiración, el límite al cual nos dirigimos sin saber realmente qué es. Es un destino universal, cierto, pero qué curioso es que nos lo pinten como una frontera, como un abismo donde todas las respuestas descansan. En ese viaje hacia lo ignoto, nos han dicho que la mente, ese órgano curioso y caprichoso, debería encontrar consuelo. Pero, ¿en qué se consuela quien no tiene ni la más remota idea de lo que le espera más allá del umbral? ¿Es posible encontrar consuelo en lo irremediable, en lo incognoscible? La mente que se cree capaz de comprenderlo todo ¿sería capaz de enfrentar la vastedad del misterio sin la necesidad de una brújula moral? Pero claro, si se trata de buscar respuestas, mejor que sean fáciles, que nos lo digan todo de antemano. Así la vida se vuelve una hoja en blanco sobre la que escribimos con letra de molde lo que nos dicen que debe estar escrito, olvidando que la tinta con la que escribimos es tan efímera como las promesas que creemos ciertas.

Nos llaman cobardes si no nos aferramos a esa historia de confort, donde la muerte es el final temido de una novela épica llena de decisiones y sacrificios. Y sin embargo, ¿no es acaso la muerte lo único que, al final, es completamente nuestro? Nadie más puede arrebatarla, nadie más puede compartirla. Es el único momento en el que, al parecer, somos verdaderamente dueños de nuestro destino, aunque, por supuesto, nadie nos diga qué hacer con eso. Todos somos esclavos de un final inminente, pero preferimos disfrazarlo como un "descanso eterno", como si la idea misma de descansar no estuviera teñida de un profundo sentimiento de fracaso. Porque, al final, se trata de eso: de fracasar. Es curioso cómo hemos inventado tanto para eludir esta verdad tan simple. Nos convertimos en filósofos de la muerte para darla un sentido que no tiene, una historia que contar, una lección que aprender. Pero, ¿es necesario? Tal vez la muerte no sea un capítulo de cierre, sino simplemente el adiós de un viaje por demás desconcertante. Tal vez sea solo la continuación del mismo vacío que se arrastra por todas las páginas del libro de la vida.

Mientras tanto, la moral humana, ese invento tan útil, nos dice que debemos vivir cada segundo como si fuera el último. Pero, ¿acaso la vida no es también un suceder de segundos que, al igual que esos otros que jamás llegan, se escurren por las grietas de lo banal? ¿Por qué la necesidad de encontrar una justificación para lo que, esencialmente, es un encadenamiento de eventos incontrolables? ¿Acaso es correcto pensar que cada respiro debe ser una obra de arte, cuando, en el fondo, todo lo que hacemos es respirar, y quizás ni siquiera eso de forma plena? ¿No sería más sabio aceptar que lo sublime puede ser el vacío mismo, la irrelevancia total de nuestras aspiraciones, esa risa callada del cosmos ante nuestra necesidad de significado?

Imaginemos por un momento que la muerte, lejos de ser el final que todos ansían entender, es la gran oportunidad de la que nadie habla. ¿Qué pasaría si, en lugar de buscarle una explicación, la viéramos como la siguiente parada en un viaje sin destino? Tal vez la mente, con sus afanes por clasificar y categorizar todo lo que existe, no es más que una distracción. La constante insistencia en ponerle nombre a las cosas nos hace olvidar que no todo requiere una etiqueta. Así, al igual que la muerte no es el final, el pensamiento que tanto admiramos puede ser solo una manera de aferrarnos a lo que nunca entenderemos. La mente organizada, siempre en busca de respuestas, encuentra consuelo en lo conocido, en lo explicado, en lo previsto. Pero el caos que subyace a la existencia está más allá de cualquier control. La lógica es solo un espejismo, un intento desesperado por domar lo indomable.

Entonces, ¿y si dejar de entender fuera, en realidad, el verdadero comienzo? Tal vez la mente más organizada no sea aquella que tiene respuestas, sino la que se atreve a abrazar la pregunta eterna. El universo no responde a la lógica humana, y en esa desconcertante negación reside toda su grandeza. El verdadero salto hacia lo desconocido no es un acto de valientes, sino de aquellos que se atreven a rendirse ante lo incierto sin pretender comprenderlo todo. La muerte, en su forma más simple, puede ser el lugar donde, por fin, se abandona la necesidad de saber, de controlar, de definir. Y si se nos dijera, con absoluta honestidad, que la muerte no es más que el fin de un ciclo sin importancia alguna, sin destino que cumplir, ¿seríamos capaces de soltar el peso de nuestras expectativas? Tal vez lo único que necesitamos es esa extraña libertad que se obtiene al aceptar que el sentido de la vida es solo una invención de la mente. Sin sentido, sin objetivo, sin promesa. Simplemente existir.

La muerte como un concepto sin explicación ni consuelo La muerte como un concepto sin explicación ni consuelo Reviewed by Pablo Alexandre on Rating: 5

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