
La humanidad vive atrapada en sus propias interpretaciones, creyendo que lo que entendemos del mundo es la verdad absoluta. Sin embargo, la realidad es un relato fragmentado que nos limita y nos aleja de una comprensión auténtica, mientras insistimos en la certeza de nuestras perspectivas. ¿Podemos realmente entendernos si estamos convencidos de que solo nuestras interpretaciones son válidas?
La humanidad, en su búsqueda constante por comprender el mundo que la rodea, parece haber olvidado una simple pero crucial pregunta: ¿por qué no nos entendemos entre nosotros mismos? No se trata de la falta de información; tenemos más que suficiente de eso. No se trata de educación, ni de ignorancia. El problema es otro, menos evidente, más complejo. El problema es la interpretación.
En algún momento, quizás, alguien decidió que las palabras debían ser precisas, que las ideas deberían tener un significado claro y unívoco, y que la comunicación era un medio para transmitir esa verdad sin alteraciones. El problema es que no hay tal verdad. No hay palabras "correctas", no hay ideas "exactas". Al final, lo único que tenemos son interpretaciones, y el problema es que las nuestras son, de por sí, limitadas. Somos seres fragmentados, hechos de fragmentos de ideas, piezas de un rompecabezas cuya imagen nunca veremos completa. Pero la humanidad, en su afán por encontrar certezas, ha decidido vivir dentro de la ilusión de que alguna vez podremos encajar todas esas piezas, como si lo intentado fuera un ejercicio de lógica pura.
La interpretación se convierte así en la gran traidora. Nos engaña sin piedad. Decimos una cosa, escuchamos otra, y actuamos en función de una versión distorsionada de lo que creemos que entendemos. Nadie parece cuestionar que todo lo que sabemos, todo lo que creemos saber, es un relato. Un relato que, como cualquier relato, es subjetivo y vulnerable a los caprichos de quien lo narra. Pero, en lugar de cuestionarlo, aceptamos la versión oficial porque parece la más "razonable". La ironía está en que en el momento en que aceptamos el relato, olvidamos que lo que nos está siendo entregado es solo una interpretación, y con ello, renunciamos a la posibilidad de ver las cosas desde un ángulo diferente.
Ahora bien, la crítica no debe recaer en la naturaleza misma de la interpretación; esa es una batalla perdida. El verdadero problema surge cuando creemos que nuestra interpretación es la única posible. Ahí es donde la cosa se complica, porque esa certeza, tan cómodamente arraigada, se convierte en la semilla de la incomunicación. No es que no queramos entender al otro, es que no podemos. Y aún peor, no queremos. Porque aceptar que el otro puede tener razón en algo, aunque sea en una fracción de lo que diga, nos obliga a cuestionar todo lo que nos hemos contado sobre nosotros mismos, sobre nuestra visión del mundo.
Claro, la solución sería tan simple como hacer un esfuerzo por abrirnos a nuevas perspectivas. Pero eso suena tan irritantemente altruista y desgastante, ¿verdad? Al fin y al cabo, es mucho más fácil seguir el guion establecido. Hablar de "entenderse" entre los seres humanos es como hablar de la teoría de la relatividad a un niño de primaria: es conceptualmente posible, pero nadie va a sentarse a explicarlo en términos simples. Así que, nos quedamos cómodos en nuestra torre de marfil interpretativa, sabiendo que nuestras conclusiones, aunque imperfectas, son las que nos dan el falso consuelo de la seguridad.
Por supuesto, si de verdad quisiéramos desmantelar todo esto, tendríamos que empezar por destruir las narrativas que nos limitan, esas que nos dicen qué es correcto y qué no lo es. Pero, como la mayoría prefiere la comodidad de las verdades a medias, nadie va a ofrecer la solución. Porque, como siempre, la solución es incómoda. El desafío es, simplemente, reconocer que nada de lo que decimos es definitivo. Que toda comunicación, por más clara que sea, está destinada a ser una interpretación de algo más grande, más vasto y, por supuesto, incompleto.
Al final, lo que nos queda es el vacío. Ese espacio entre lo que creemos comprender y lo que realmente es. Ese vacío, al menos, nos hace humanos. Pero preferimos llenarlo con explicaciones, teorías y relatos que nos permiten dormir tranquilos por la noche. Es curioso, ¿no? Vivimos rodeados de respuestas que no sabemos si realmente importan, pero que insistimos en seguir buscando, como si las respuestas pudieran algún día otorgarnos la paz. Pero la paz, como cualquier filósofo cansado de la humanidad te diría, no está en las respuestas, sino en aceptar que nunca tendremos ninguna respuesta definitiva. Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que realmente nos hace dudar de todo lo que creíamos saber.

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