La lucha por ser uno mismo en un mundo que exige ser otro

¿Es posible encontrar un refugio auténtico en un mundo que constantemente te exige ser algo que no eres?

El acto de ser es uno de los más complejos y a la vez más sencillos, dependiendo de cómo se le observe. La paradoja de la existencia humana se encuentra precisamente en esa contradicción: el ser está tan cerca de nosotros como el aire que respiramos, pero somos incapaces de alcanzarlo. Nos pasamos la vida en un juego constante de apariencias, en un intento desesperado por construir una identidad que no es más que una proyección de las expectativas ajenas. Si uno se toma el tiempo de observar la vida humana con atención, se da cuenta de que, en su mayoría, las personas son expertos en ocultar lo que realmente son, para, al final del día, perderse en la mentira que ellos mismos han creado.

La pregunta central que debe atravesar todo intento de reflexión sobre la autenticidad es sencilla: ¿por qué la humanidad siente la necesidad de construirse a partir de lo que no es? Esta cuestión se encuentra en el núcleo de toda la compleja red de relaciones que teje la sociedad. Desde que nacemos, somos metidos en una maquinaria de influencias externas que nos forman y nos reconfiguran, una y otra vez. Se nos dice que somos individuos libres, pero la realidad es que estamos atados a un cúmulo de expectativas que nunca llegamos a cuestionar. El individuo se convierte en una máquina de seguir directrices, una pieza de un rompecabezas que, aunque no sabe cuál es la imagen final, sigue encajando donde se le indica.

Es fascinante, aunque lamentable, cómo los seres humanos parecen preferir la apariencia a la verdad. Lo que se espera de uno, ya sea en el contexto de la religión, la política, el arte, o simplemente en la vida cotidiana, pesa más que lo que realmente se es. La autenticidad se ha convertido en un lujo del que muchos no se pueden permitir, ya que vivir según las reglas impuestas es, por alguna extraña razón, visto como el camino hacia la aceptación y el éxito. Quien desafía esas reglas es, por lo general, percibido como un extraño, un fuera de lugar, alguien que no encaja en el molde preestablecido. Esta es la paradoja: la libertad individual es vista como una amenaza para la estabilidad social, y es por ello que el individuo se convierte en un ser sumiso, condicionado, siempre atento a lo que otros piensan.

Este fenómeno es particularmente evidente en aquellos espacios donde se supone que uno debería encontrar un refugio de autenticidad: las instituciones religiosas, por ejemplo. Allí, donde se predica la verdad, donde se supone que uno debe encontrar consuelo en la conexión con lo divino, lo que abunda es una hipocresía bien disfrazada. Las personas se sientan en bancos, recitan oraciones, participan en rituales, pero en el fondo lo que buscan no es una verdadera conexión con lo trascendental, sino una forma de demostrar su pertenencia a una comunidad que les garantice cierta estabilidad emocional y social. Las costumbres y los rituales se convierten en la fachada perfecta, un barniz que cubre la vacuidad interior. Las personas se adentran en estas prácticas esperando que, al final, la magia ocurra. Pero esa magia no es sino el resultado de una construcción social que solo sirve para seguir el flujo de una corriente que no nos pertenece.

La persona religiosa, al igual que el individuo político o el artista que busca la aceptación, se encuentra atrapada en una ilusión que no hace sino alejarla de su verdadero ser. La verdadera autenticidad no puede ser encontrada a través de las reglas de otros, ni en las expectativas que la sociedad impone. Lo que la sociedad ve como “verdadero” es en realidad una invención colectiva que se mantiene viva a través de la repetición, a través de la imitación. La religión, el arte, la política, son solo vehículos para que el individuo se encarne en una versión de sí mismo que, en lugar de liberar, lo aprisiona en un molde que nunca le fue propio.

La cuestión, entonces, es mucho más profunda. Si uno desea encontrar la verdad, debe aprender a despojarse de todo lo que ha sido impuesto, debe aprender a mirar más allá de las expectativas ajenas y, sobre todo, debe aprender a mirar dentro de sí mismo. La autenticidad no se encuentra en las acciones, sino en la motivación que las mueve. El problema es que las motivaciones genuinas se han visto eclipsadas por las demandas externas. Y en lugar de ser fieles a lo que realmente somos, nos vemos obligados a seguir un guion preestablecido. Esto ocurre en todos los niveles de la vida humana: desde la educación, hasta las relaciones personales, pasando por el trabajo y las actividades sociales.

Es fácil señalar la hipocresía en los demás, pero la verdadera dificultad está en reconocerla en uno mismo. Nadie está libre de ella. Si uno es honesto, se dará cuenta de que constantemente actúa para mantener una imagen ante los demás. Incluso los actos más simples, como la elección de las palabras, las decisiones de vestimenta, las sonrisas que damos, están impregnados de esa necesidad de ser vistos de una manera determinada. La hipocresía no es solo la mentira que se dice, sino la mentira que se vive. Y, sin embargo, nadie parece cuestionarla, porque la vida parece ir acompañada de la necesidad de ser aceptado, y la aceptación rara vez se encuentra en la autenticidad. Ser auténtico requiere valentía, porque es mucho más fácil sumarse a lo que ya está establecido.

Y es que, ¿quién no desea ser amado, reconocido, comprendido? La necesidad de pertenecer es una de las fuerzas más poderosas que mueve al ser humano. Pero en el proceso de buscar ese amor, esa validación externa, lo que estamos haciendo es traicionar nuestra verdadera naturaleza. Nos convertimos en lo que creemos que los demás desean que seamos, y lo que antes parecía ser una búsqueda de la verdad se convierte en un juego de apariencias. El ser humano se ve obligado a vivir en el espejo de la mirada ajena, olvidando que la única mirada que realmente importa es la que uno se dirige a sí mismo. El acto de vivir según lo que otros esperan de uno nunca llevará a la paz interior, sino a una constante insatisfacción, porque el ser humano se ve obligado a vivir en una ilusión que no tiene fin.

Este proceso se amplifica en las relaciones humanas. La constante búsqueda por agradar, por ser aceptado, por cumplir con los estándares que la sociedad impone, genera una desconexión fundamental entre lo que uno es y lo que aparenta ser. Las relaciones se ven invadidas por una especie de “desconfianza” implícita: nadie sabe si lo que está viendo es real o si es simplemente una fachada. La autenticidad queda relegada a un segundo plano, mientras que la necesidad de aceptación y de cumplir con ciertos roles sociales se convierte en el motor de la interacción humana. Este es el ciclo que se repite: buscamos ser lo que otros desean que seamos, pero nunca nos preguntamos si ese deseo está alineado con nuestra verdadera naturaleza.

Al final, este conflicto entre lo que somos y lo que aparentamos ser puede generar una profunda crisis existencial. Nos encontramos atrapados en una red de expectativas ajenas, pero al mismo tiempo, deseamos liberarnos de ellas. El problema radica en que, mientras sigamos buscando fuera de nosotros las respuestas a nuestras inquietudes, nunca encontraremos la salida. La búsqueda de autenticidad no está en el exterior, sino en el interior. Es necesario despojarse de todo lo que hemos adoptado, de todo lo que hemos aprendido, de todo lo que nos han enseñado a lo largo de la vida.

La verdadera libertad, entonces, se encuentra en la capacidad de ser, sin máscaras, sin filtros, sin la necesidad de impresionar a los demás. Pero para alcanzar ese estado, es necesario romper con el molde, cuestionar todo lo que hemos asumido como cierto y empezar a reconstruirnos desde cero. Y este proceso no es sencillo. De hecho, es doloroso. La resistencia a abandonar la imagen que hemos creado de nosotros mismos es feroz. Nos aferramos a lo que creemos que somos porque esa imagen nos da seguridad. Pero la seguridad que nos da una imagen falsa es tan efímera como la niebla de la mañana, que se disipa en cuanto el sol la toca.

Si algo hemos aprendido, es que el ser humano no puede escapar de sí mismo. La auténtica libertad no se encuentra en la capacidad de hacer lo que queramos, sino en la capacidad de ser quienes realmente somos. Solo cuando aceptamos nuestra imperfección, cuando aceptamos que no tenemos que encajar en los moldes preestablecidos, podremos empezar a vivir una vida más plena y más auténtica. Y es solo entonces cuando seremos verdaderamente libres.

La lucha por ser uno mismo en un mundo que exige ser otro La lucha por ser uno mismo en un mundo que exige ser otro Reviewed by Pablo Alexandre on Rating: 5

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